Dejamos atrás la era de un Presidente todopoderoso y hemos entrado a una fase en la que la gran mayoría de gobernadores ejerce el poder sin contrapesos.
Dice el dicho que todos los caminos llevan a Roma. En el país todo problema público de envergadura nos lleva al mismo lugar: la disfuncionalidad de nuestro arreglo federal. Luego de una centralización extrema del poder, los recurso y las decisiones, hoy tenemos un tablero nacional en el que impera el desorden casi en cualquier tema. Tenemos una orquesta en que cada músico toca su propia partitura, a su propio ritmo y cadencia, mientras el director tapa sus oídos con una mano y con la otra mueve la batuta pretendiendo que dirige. Este es nuestro drama, dejamos atrás la era de un Presidente todopoderoso y hemos entrado a una fase en la que la gran mayoría de gobernadores ejerce el poder sin contrapesos. No hay en la federación un impulso, ni siquiera la tentación, de tomar el papel de liderazgo y la autoridad que lo corresponde. Así, hemos quedado a merced de las circunstancias.
Este es el problema real: no se ve por dónde jalar la hebra para arreglar el desorden al que hemos arribado, que es consecuencia de un proceso de cambio político que el realidad nunca se meditó, simplemente se dio. Existía una suposición que me parece todavía persiste, de que la competencia política sería un mecanismos que lo arreglaría todo. Y ciertamente la competencia siempre altera conductas de manera positiva. Pero eso que se dio a nivel federal no trasminó necesariamente a los estados. En la gran mayoría de ellos la pluralidad nunca llegó y los gobernadores se convirtieron en amos y señores: sin tener que rendir cuentas el poder supremo de antaño, pero tampoco a una base ciudadana. A lo anterior se sumó un agravante: recursos en cantidades cada vez mayores que los gobernadores han usado con enormes márgenes de discrecionalidad. Con el dinero, se ha afianzado el poder de nuestros nuevos caudillos locales.
Los mexicano sabemos que un poder sin contrapeso es muy dañino. El poder no limitado de muchos ejecutivos estatales está haciendo mucho daño a sus respectivas entidades. Hay cosas que suponemos por lo que vemos: inversiones muy limitadas en infraestructura y gastos excesivos en rubros como servicios personales, burocracias, comunicación. Pero seguramente hay muchos otros excesos que no alcanzamos a ver. Lo ha documentado el IMCO en sus trabajos: los mecanismos de presupuestación y de contabilidad gubernamental de la gran mayoría de las entidades no nos permite conocer a ciencia cierta cómo y en qué se están destinando y ejerciendo los recursos. En algunos estados, los presupuestos se conforman con unos cuantos rubros, detrás de los cuales se puede esconder de todo. Lo mismo sucede con la contabilidad gubernamental. Cada quien registra como Dios le da a entender. Y todo esto sucede en contextos en los que mecanismos formales de contrapeso, de fiscalización y control de gasto están ausentes. Ya sea porque las mayorías en los congresos son leales a los ejecutivos estatales; ya sea porque los órganos de fiscalización superior están maniatados por falta de recursos o integrados con personal de confianza del gober. Por dónde le miremos, tenemos un problema mayor.
Hoy el Ejecutivo señala a los otros órdenes de gobierno como responsables del fracaso de algunas políticas públicas y se deslinda de los resultados. En mi opinión, el Ejecutivo federal está más implicado de lo que parece o quisiera en la problemática que él mismo señala como ajena. Si bien ya no cuenta con los mecanismos para destituir a los gobernadores descarriados, mucho menos meter la mano en las cuentas de los estados, sí podría asumir un liderazgo en varios frentes que podrían atenuar los inconvenientes que se han presentado.
En primer lugar, la federación debería convertirse en un centro de decisión “inteligente”. A qué me refiero, a plantear las líneas estratégicas sobre las que el país debe avanzar. En palabras más simples: sentar una visión de futuro. Sin ella, federación, estados y mexicanos todos, caminamos sin rumbo y con el riesgo de perdernos a cada momento. En segundo lugar, debe fortalecer los mecanismos de contrapeso con que cuenta vis a vis las entidades federativas. Uno de ellos son los delegados federales en los estados. Inconcebiblemente, ¡ha cedido el nombramiento de estos cargos a los propios gobernadores! Un tercer punto: la federación debe convertirse en el garante de la calidad de servicios que prestan gobiernos subnacionales. ¿Cómo? Con un robusto sistema de indicadores. La federación tienen las capacidades técnicas, humanas y los recursos para hacerlo con relativa facilidad. También podría apurar los procesos de armonización contable, proponer fórmulas de asignación de recursos en el que se pondere con más énfasis la recaudación propia, entre muchos otros mecanismos.
No necesitamos regresar a los esquemas de pasado para que la federación tenga un ascendiente eficaz sobre los gobiernos estatales. Necesitamos una federación dispuesta a usar lo que tiene a su alcance en lugar de esconder la cabeza. El país necesita en estos momentos que ejerza su rol.
*Directora de México Evalúa
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