No tuvimos oportunidad de generar capital social, no construimos confianza entre nosotros y ahora que queremos sacar la cabeza nos cuesta trabajo ponernos de acuerdo, formar comunidades y trazar y avanzar objetivos comunes.
Hace tiempo le escuché decir a un banquero español que México era un país lleno de vitalidades. Hasta aquí el comentario parecía un elogio. La segunda parte de su aseveración se transformó en diagnóstico cuando la completó diciendo: “sí, vitalidades que se anulan unas a otras”. Esta segunda frase me pareció tan fuerte y tan cierta que inmediatamente visualicé todas las canchas en las que solemos interactuar de manera disruptiva y no cooperativa. Sería deseable tener a la mano una explicación precisa de tal conducta para corregirla. Desafortunadamente sólo tengo algunas intuiciones y la convicción de que sí lo podemos remediar.
Lo primero es mirar de dónde venimos: de un sistema de control político que si bien no lograba siempre unanimidades, sí se afanaba en mediatizar o acallar los disensos. Los premios para lo uno y los castigos para lo otro eran tan grandes, que se privilegiaba el hacer mutis y actuar con disciplina. En este contexto, como sociedad no se generaron esquemas de participación y organización autónoma, menos se establecieron códigos que autorregularan o controlaran horizontalmente las interrelación entre pares. No tuvimos oportunidad de generar capital social, no construimos confianza entre nosotros y ahora que queremos sacar la cabeza nos cuesta trabajo ponernos de acuerdo, formar comunidades y trazar y avanzar objetivos comunes.
Y qué decir del gobierno y la clase política. Al derrumbarse los mecanismos de disciplina y de toma de decisiones del viejo régimen, quedó un esquema desarticulado y disfuncional que contrajo de manera importante la capacidad de gestión y de gobierno en todos los niveles.
De la extrema centralización pasamos a la extrema fragmentación del poder sin un soporte institucional que le dé coherencia. Podemos hacer llamados a la cooperación entre autoridades de diferentes niveles, exigir articulación entre agencias gubernamentales, sin las reglas y arreglos que promuevan esa cooperación, los llamados seguirán siendo en vano. De ahí la enorme necesidad de reformar al estado, o cuando menos sus estructuras políticas.
La iniciativa de reforma política del Ejecutivo, así como la de los otros partidos políticos, que se discute ahora en el Legislativo, se aprecian muy limitadas en alcance respecto al tamaño del reto que tiene el país frente a sí. En ellas se plantean algunos mecanismos novedosos de participación ciudadana, arreglos institucionales que permitirán una relación más fluida entre Ejecutivo y Legislativo, incluso, se atreven algunas de ellas a promover la reelección, lo que sin duda implicaría una cambio estructural para la política nacional. No hay en estas iniciativas, sin embargo, una concepción del modelo integral de reforma política que el país necesita para avanzar. Necesitamos ese modelo inspirador y comprensivo, aunque tengamos que avanzar en su consecución de manera incremental.
El dictamen que se prepara de dichas iniciativas sugiere que los legisladores entienden de votos pero poco del tipo de cambios que el país necesita en materia política. Por lo que se escucha, en el dictamen se privilegia lo vistoso pero no necesariamente lo profundo. Cabe la posibilidad de que la reforma que se apruebe sea completamente inocua o tan limitada que no se sienta su efecto en la realidad. También puede ser que en ella se introduzcan piezas con un gran poder transformador, como la reelección, que sin embargo se ve limitado, incluso anulado, al no estar engranadas en un modelo más comprensivo de cambio político e institucional. En los próximos días habremos de tener noticias de la suerte que corra dicha iniciativa.
En lo profundo, nuestro problema es cómo retomar una agenda de transformación para el país, en un contexto político e institucional en el que se magnifican nuestras diferencias y en el que nuestras iniciativas se anulan en lugar de alimentarse.
Caímos en una trampa en la que podemos permanecer por años hasta que las circunstancias se deterioren a tal grado que la necesidad del cambio se haga inminente. Para nadie es razonable perder para poder luego reaccionar. En estas circunstancias resulta vital el surgimiento de liderazgos en distintas arenas que empiecen a articular una visión y una narrativa del futuro. Una historia sobre lo que podemos ser tan atractiva que nos enamore y nos permita una tregua en nuestras diferencias. Un proyecto de país que haga posible y le dé sentido a las muchas de las reformas que tendremos que emprender en tantos ámbitos en los próximos años. Sin esa historia y sin grandes narradores, tardaremos mucho más en llegar a dónde queremos, si acaso lo hacemos. ¿Quién se apunta para articularla y promoverla con toda convicción?
*Directora de México Evalúa.
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