De un país promesa no estamos convirtiendo en uno sin esperanza. Naciones como Colombia o Brasil, también con realidades de hiperviolencia, son vistos de manera distinta.
Ciertamente México tiene un problema de imagen. Fuera de nuestras fronteras, al país se le conoce por sus historias de crimen y violencia. Nuestra reputación está severamente lastimada y debemos encontrar remedios para reivindicarla. Los costos de no hacerlo son enormes y acumulativos.
Me temo, sin embargo, que mejorar la imagen del país a los ojos de nacionales y extranjeros involucra modificar cosas mucho más profundas de las que pretendemos. No vamos a cambiar el rostro del país bajándole el volumen a las notas que nos comprometen con hechos deleznables, ni contratando al mejor publirrelacionista y comunicador del planeta. Esa imagen del país la levantaremos cuando logremos establecer una visión de futuro que tanto nos hace falta, cuando avancemos en el fortalecimiento institucional de México y ataquemos los problemas de fondo que nos mantienen atorados desde hace tiempo: cuando nos miren y nos miremos a nosotros mismos “capaces” de hacernos cargo de nuestro propio destino y empecemos a tener éxitos para mostrar.
Los países que tienen proyecto son los que se ganan el respeto de la comunidad internacional. El resto viene por consecuencia.
Esta reflexión viene a colación por un artículo reciente publicado por la revista Foreign Policy que justamente se hace la pregunta que tomo prestada: ¿puede México resolver su problema de imagen?
La sola pregunta provocó reacciones, los contenidos también. En redes sociales y a través de correos electrónicos se circuló el artículo con alguna anotación. Algunas notas mostraban ofensa por la aproximación del artículo: su énfasis en la imagen y no en las realidades que le subyacen. Otras misivas discutían sobre un tema que ya parece añejo: nuestra proclividad a ver el vaso medio vacío y obsesionarnos con ello. Más que el artículo en sí, las reacciones a él me hicieron pensar.
Ciertamente el problema de imagen de México es secundario, un subproducto de una realidad cruda, crudísima, que no podemos esconder aunque así lo pretendiésemos. Pero también es cierto que no todo el país arde en llamas y que a pesar de la abrumadora realidad de violencia, México marcha.
Lo que en el fondo es verdaderamente perturbador, es lo impotentes que nos sentimos para darle la vuelta al problema.
La imagen de México se ha deteriorado sí, por la hiperviolencia, por la corrupción, por la incapacidad de los gobiernos, por escándalos de distinta naturaleza, pero más que nada, porque no hemos podido ser capaces de trazar una ruta para empezar a resolverlo.
De un país promesa no estamos convirtiendo en un país sin esperanza. Países como la propia Colombia o Brasil, también con realidades de hiperviolencia, son vistos de manera distinta. Puede ser que manejen mejor su imagen, que tengan pactos con los medios más eficaces para regular los flujo de información sobre el crimen o de plano para silenciarlos. Lo cierto, sin embargo, es que allá parece que hay alguien a cargo y que lo que se hace rinde resultados. Acá no se logra cosechar, ni siquiera aparentar que vamos por buen camino.
No hace mucho tiempo México quiso perfilarse como una potencia emergente. En aquel entonces, finales de los ochenta principios de los noventa del siglo pasado, las condiciones objetivas de México no eran mejores de lo que son ahora: el país era más pobre, con la desigualdad de siempre y una economía que apenas salía de largos y penosos años de crisis. Como sociedad compartíamos el desánimo de haber atravesado un túnel al que no se le veía salida. En aquel entonces una serie de medidas y decisiones de política, y un grupo de reformas muy sustantivas, nos treparon en los rieles que dieron sentido de dirección a nuestro desarrollo. Cuando eso sucedió la imagen del país se transformó. Cambió para nosotros como también cambió para terceros. Lo que pasó después es materia de otra discusión, y en buena medida explicación de nuestra situación actual. Pero el punto es evidente: cuando existe un sentido de dirección, los problemas mayúsculos se perciben como manejables. Cuando el sentido de dirección está ausente hasta el asunto más menor provoca una catástrofe.
A nosotros nos falta brújula y sentido de futuro. México camina por inercia pero no necesariamente impulsado por un proyecto que trascienda sexenios. Establecer un derrotero y los peldaños fundamentales para llegar ahí nos ayudaría mucho a alinearnos y animarnos. Cosechar algunos logros nos permitiría cambiar la imagen devaluada que tenemos de nosotros mismos y el reflejo de esto hacia el exterior seria inmediato. Ojalá seamos capaces de plantearnos una meta compartida.
*Directora de México Evalúa
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